58

Compré el bono a beneficio de la biblioteca municipal, tan venida a menos. Como soy asiduo, no me pasó desapercibido el papel pegado en el vidrio de la puerta, anunciando ganador al 58. Saqué el cupón de mi billetera y cotejé los números. Jamás pensé que saldría favorecido. Cuando reclamé el premio, todavía no sabía que consistía en una estadía paga para dos personas incluyendo traslado, en el recientemente inaugurado complejo termal, a pocos kilómetros de la ciudad.

“Después de todo”, pensé. “¿Por qué no?”

Soleado, espléndido, ese mismo fin de semana abordé el ómnibus por la mañana, y ocupé el asiento 13. La mayoría de los pasajeros, eran niños acompañados por sus padres. Entre los inquietos infantes, había uno flaco, demasiado pulcro y pálido para su edad y el estío, el pelo negrísimo geométricamente recortado, cuyo único entretenimiento consistía en poner sus grandes ojos encima de mí, gesticulando con sus dedos.

“Vaya niño raro.”

No habíamos salido de la ciudad cuando nos detuvimos. Al parecer, una señora había sufrido un percance, sin poder tomar el coche en hora. Alguien la recogió y pudo alcanzarla donde estábamos parados. Para colmo, un error en el sistema había duplicado los boletos expedidos con el mismo número de asiento, generando un conato de altercado entre la dama que venía a ocupar su lugar y quien lo ocupaba. Incómodo, tuve que intervenir en la discusión ofreciéndole el que tenía a mi lado, que me correspondía pero no utilizaba. La señora, tintineante de abalorios, excedida de peso y cosméticos, se deshizo en agradecimientos y, breve e intermitente, ocupó el sitio cedido. Acuciada, iba y venía del diminuto cuarto de baño.

Padres e hijos batían palmas y cantaban, obedeciendo a una animadora con peluca y nariz de payaso, recibiendo a cambio premios en golosinas y vales para gastar en el complejo termal; la señora indispuesta se paraba y me pisoteaba poniendo y sacando objetos en su porta equipaje, corriéndome el codo de mi posabrazos cuando se volvía a sentar, sonriendo con gratitud; el niño ojón me prodigaba saludos y morisquetas. Ventanilla afuera, árboles, mojones y carteles, viajaban en sentido inverso; con bocas llenas de nutritivas hierbas, discreto espectáculo podían ofrecer las vacas.

Pese a mi optimismo, por suerte el viaje era corto y llegamos pronto. Me quedé sentado para no ser atropellado por la manada que bajó dando cabriolas, sin embargo, mi nariz fue avasallada por la mujer de los percances. La madre del niño en blanco y negro le tironeaba el brazo, mientras él resistía y me señalaba sin pudor:

—Es él, mamá. ¡Es él!

Flotaba olor a nuevo. En la sala de recepción, un joven vivaz, contento con su trabajo y candidato a ocupar un marco dorado clavado en la pared, me entregó la llave del apartamento que me correspondía y las indicaciones de cómo llegar.

La extravagante construcción, consistía en cinco bloques de cuatro pisos cada uno, con ocho apartamentos por piso. Las fachadas se combaban enfrentando en el centro, a tres piscinas con formas redondeadas e irregulares. Había una pequeña y playa que albergaba párvulos; otra mediana en la que se distendía gente de todas las edades; la tercera y más concurrida, poseía toboganes, trampolines y, en medio, codiciado por divertidos y díscolos, un novedoso ascensor permitía a varios bañistas a la vez, darse un chapuzón de tres metros de altura.

Mi apartamento se hallaba en el segundo bloque a la izquierda de las piscinas, en el cuarto piso, segunda puerta. El 58 lucía áureo en su diminuto acrílico sobre el dintel.

Al fondo y separada por una pared, quedaba una minúscula cocina, en diagonal al microscópico cuarto de baño. En la tercera esquina, una mesa y dos sillas se miraban en soledad y, en el otro extremo, la cama, casi tocando la puerta de entrada, me invitaba a dormir. Tiré sobre ella el bulto de mí mismo, y miré la pantalla negra del televisor.

“Debo ser un hombre de poca energía.”

Desperté con la misma facilidad que al haberme apagado. Permanecí observando el techo pintado de blanco, que se tiznaba en la penumbra del atardecer.

Salí de la habitación. Apoyando mis codos sobre la baranda, contemplé el jolgorio en las piscinas. En la menor, los padres retiraban y secaban a sus hijos; la mediana, paulatinamente se iba despoblando; toda la algazara se concentraba en la mayor.

Desentumecí los músculos bajando la escalera, y comencé una vuelta alrededor del agua, como el aburrido concurrente que gira por el borde de la pista de baile, sin animarse a bailar. Chillidos de alegría y chapuzones, estallaban en la líquida superficie constantemente agitada, sin que me pudieran rozar. Medio periplo bastó para enterarme de que estaría mucho mejor encerrado en la habitación, leyendo un libro.

De regreso, la luna llena iniciaba su ascenso sobre el jubiloso complejo termal. Pero si la luna atrae los mares, una fuerza más intensa dobló mi vista hacia uno de los bancos que rodeaban la piscina mayor. Parecía querer meterse en mi mirada: era el niño ojón.

“¡Qué impertinente! Hay niños que son más odiosos que los mayores.”

Extraño paralelismo, la novela versaba sobre un tipo al que todo le salía mal. Sobrevivía a las desgracias con suerte, las cuales el destino, con su ominosa maquinaria de mofa, iba sembrándole por el camino. Aunque simple y entretenida, cerré el libro.

Salí a ver la luna. Resplandecía volcando su luz sobre los bañistas que poco la estimaban, pues extáticos, hacían cola para subirse a la plataforma hidráulica que les regalaba zambullidas. En remotas épocas, los descabellados magines vieron volcanes alzándose sobre bosques y valles de exótica flora y fauna, ríos y mares navegados tanto por pacíficos como guerreros selenitas, y…

—Es hermosa, ¿no?

Del apartamento contiguo había salido una mujer joven envuelta en bata. Bajó un peldaño y se detuvo a disfrutar del satélite en el cárdeno paisaje. Calzaba chinelas cuyos tacos la obligaban a quedarse en puntas de pie, remarcando firmes y bien torneadas pantorrillas. De estatura mediana, el atuendo no podía ocultar sus bellas formas. Se acomodó el pelo atrás de la oreja, como aguardando una respuesta, descubriendo el perfil de un rostro agradable. Era la madre del niño impertinente.

No se puede medir lo que pasa en un segundo por la mente de un hombre, y mucho menos lo que por ella se esquiva. Las reacciones son infinitamente más rápidas que las reflexiones y, si podría haber pensado: “Sólo esto me faltaba.”, dije:

—Encantadora, ¿verdad?

Y la acompañé a buscar al hijo que seguía en su banco, sacudiendo las piernitas y mirando para arriba.

Pronto me enteré que el marido hacía poco los había abandonado, que pese a sus propias e infundadas reticencias se había permitido la oportunidad de sumarse a la excursión escolar de su hijo y, entre muchas cosas, que lo único que le preocupaba era la fijación que tenía la criatura por encontrar al fugado. Se había asustado cuando mostrándole un dibujo de crayolas, le contó que el padre era un garabato convertido en astronauta, viajando por el universo.

Un perfume que no podía olerse, se colaba por cada poro y me embriagaba; lo que me había resultado aburrido, dulcemente se alegraba… El destino tal vez ofrece señales, ora solapadas, ora evidentes, antes de mofarse del infeliz que se siente afortunado, dispuesto a arriesgar. Debí haberme dado cuenta por los chasquidos, el humo, los gritos de horror provenientes del ascensor desplomándose, que aquella nueva historia nunca podría terminar bien.


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