Chupacorrientes

En las casas antiguas, los contadores de corriente eléctrica estaban instalados dentro del hogar. Esto daba lugar a que ocurrieran diversos tipos de irregularidades, que más tarde se evitaron recurriendo a la instalación exterior. Si se observa bien, este caso resultará feliz, debido a tan singular detalle… Aunque debiera corregirme, porque en realidad se trata de un triste feliz final.

Edberto escuchaba su radio transistorizada, ubicada sobre la mesa de trabajo que había pertenecido a su abuelo, quien en vida fuera de profesión sastre y de vocación poca para el trabajo, heredada con plenitud por Edberto, junto a un par de tijeras de excelente metal, géneros e hilos de muy buena calidad, libros de caja con manchas de hongo, una docena de revistas de sexología, herramientas de madera cuyo uso desconocía, varias antiguallas, y la radio que, en ese instante y sin su funda de cuero, transmitía en amplitud modulada información de primer momento.

Ora la voz gangosa de una asmática, ora la voz medio atiplada y medio falsete de un mequetrefe, alertaban sobre las enigmáticas muertes por electrocución, que hacía dos semanas se incrementaban, dejando sin respuestas a la policía y a los técnicos de la compañía eléctrica.

—Raro —dijo Edberto—. Pero más raro son los niños con cola.

Cambió las orientaciones vertical y horizontal de la revista de sexología, para que el reflejo de luz de la lámpara sobre su cabeza, le permitiera ver con claridad la fotografía de un niño con cola.

—¡Joder! —exclamó perplejo—. ¡Qué incómodo ha de ser vivir contento!

Por preferir mirar láminas y omitir textos, y por preferir la imaginación al rigor científico, Edberto forjaría extrañas fantasías cuyas semillas se encontraban en las revistas de sexología, que germinarían en fecunda y desordenada mente, acompañándolo durante su vida.

Poco adepto al fútbol, apagó la radio ante la transmisión en directo de un partido local, y se dedicó a perder el tiempo hurgando en los cajones del noble mostrador, riéndose de la desgracia de tener cola, tratando de encontrar algún valor a las antiguallas y a los útiles de sastrería.

Hasta mediodía, se entretuvo dibujando entre las hojas en blanco de los cuadernos de caja, hasta que se aburrió por completo de recrear escenas bucólicas de gente con cola. Esperando a que su abuela terminase de preparar el almuerzo, rellenó con colores los diminutos rectángulos donde antiguamente los auxiliares contables anotaban números, y creyó descubrir una nueva técnica pictórica similar al puntillismo, que por estar relacionada con lo contable y la apatía, abruptamente bautizó con el nombre de “contaduría”.

La abuela estaba harta de él. El día anterior le había amenazado con dejarlo sin comer si no conseguía un trabajo, por lo que, siendo mujer de palabra y superviviente a tiempos hostiles, contestó con cacerolazos a sus súplicas de almuerzo.

Edberto se atrincheró definitivamente en la pieza del sastre. Como trabajar tiene mucho que ver con la injusticia y la tortura, que son espantosidades del mundo, descartó de plano los consejos de la pérfida abuela, pero, sin embargo, se obligó a sí mismo, por primera vez en su vida, a intentar pensar productivamente, de modo que, aunque no tuviera la menor idea de cómo hacerlo, al menos por cansancio, surgiera una idea que le permitiera ganarse la vida.

Aunque el intento fue serio, el propio pensador se dio cuenta que, por más esfuerzos que hiciera, su mente juguetona, demorada en el espacio de la niñez y la adolescencia, llevaba el curso de la lucha hacia lúdicos terrenos y, entonces, por ejemplo, si se le ocurría vender una regla de madera, pronto se veía como un espadachín en medio de violento combate; si el torso de un maniquí pudiera trasladarse a la casa de remates más cercana, se convertía en un reo atravesando el patíbulo resignándose a la decapitación; si la noble tijera podía pasarse a billetes, pronto era el crucifijo que aterraba a una legión de demonios saliendo de la puerta del sótano…

Por fin, de tanto desarrollar ideas, cayó rendido en una butaca, asiento predilecto donde en vida, su abuelo había pasado interminables horas leyendo libros y revistas, en vez de cortar y coser géneros. El sueño le cerró los ojos, y lo hundió más y más en sí mismo, hasta replegarlo de tal modo, que todo fue oscuridad y silencio…

…Una chicharra pasó zumbando… Murmullos y ecos… Destellos… ¡Chasquidos! Voces cascadas que se distorsionaban hasta parecer gruñidos de fieras… ¡Un claro grito de horror!

Fue como el estruendo de una bomba, lo que hizo a Edberto despertarse con la bendición de saber qué hacer. Así como la concentración y el sueño revelan grandes verdades a los genios, a este mortal se le ocurrió que lo mejor sería vender todo de a poco, y, para ponerse manos a la obra determinó que lo primero sería el espejo de tres hojas que tenía enfrente, donde antaño los clientes se podían observar satisfechos o disgustados de pies a cabeza antes de

¡Pero nada de esto importa!

Reflejado en el espejo, lo vio. Prendido en un rincón donde techo y paredes convergían, chupaba afanosamente la caja de fusibles. La cabeza parecía una enorme muela, con dos ojitos negros por caries, nariz chata de boxeador, tres bornes de cobre dispuestos en línea acaso dientes o enchufe. Era albino, escuálido, los bracitos parecían patas peludas de una araña, que quedaban descubiertos por la camisa de manga corta del uniforme de la compañía eléctrica. Una cola larga, viboresca, salía del pantalón. El espantoso ser, andaba descalzo.

Al verse sorprendido, el chupacorrientes lanzó un rayo desde la punta de sus dedos, e hizo saltar astillas a dos centímetros de los pies de Edberto, y, al ver que éste no atinaba a adivinar de qué se trataba todo aquello, aprovechó para saltarle encima y escupirle un chorro de electrones en los ojos.

Medio enceguecido, pero sirviéndose del peso de su barriga, Edberto giró sobre sí mismo y puso debajo al atacante, impartiéndole manotazos para desprenderse de él. Una vez que a duras penas lo consiguió, sin dejar de llevarse unos buenos sacudones eléctricos de alto voltaje, corrió hasta la puerta con la intención de huir… Al abrirla, cayó la abuela sobre él, completamente convertida en chamusquina.

¡Puaj!

Siempre había detestado a aquella anciana malhumorada, con la mano pronta a extenderla para surtirle de sopapos, o a cerrarla para coscorrones, mas aquel pedazo de asado pasado de brasas, hizo que olvidara cuantas veces le había deseado la muerte, y sintió un poco de lástima, porque por lo general, cuando uno desea la muerte a alguien, es simplemente para que desaparezca de su vida, pero no para que se abalance de forma tan desagradable y antinatural.

Poco tiempo tuvo para pensar o sentir algo por la vieja maldita, porque el chupacorrientes ya se había incorporado, y le estaba rascando la espalda con diez rayos azules salidos de las puntas de sus uñas… Y digo bien “rascando”, porque en otro individuo aquello hubiera bastado para abrirle los trapecios, romboides y dorsales, mas en Edberto, el ataque surtió el efecto de quien ama a su cerdo favorito, y le prodiga los mimos que traen a colación el viejo dicho sobre la culpa. En vez de dolor o abatimiento, sintió, quizás por primera vez en su vida, o por lo menos en muchos años, que la pereza y la modorra patológica eran reemplazadas por un nuevo estado de exaltación… A cada choque de electrones, en vez de doblarse como quien recibe la picana por oponerse al sistema político, le parecía que acercaba su nariz a un vaso recién servido de refresco efervescente; cuando el arco de una soldadura emanaba de la boca del chupacorrientes para chocar con su testa, mayor lucidez mental adquiría; si los ojos parecían focos capaces de iluminar un estadio y de cegar a un hombre, Edberto adquiría la visión del campeón mundial de arquería… Entonces, la inmunda bestia se replegó sobre sí misma, se produjo un chisperío descomunal en todos los puntos de la habitación, y de lo que sería su ombligo salió una columna de luz que impactó de lleno en la frente del revitalizado somnoliento.

¡Zas!

El chupacorrientes, dragón que mató San Jorge, cayó exhausto en pantalón y camisa a los pies de Edberto coronado por dorada aureola. Calzado con su botín entre viejo y eterno, apoyó el pie sobre la cabeza del vencido, consiguiendo una pose que rivalizaría con cualquier estampita de las que se venden en los ómnibus. En vez de atravesarlo con las tijeras a guisa de lanza, lo ató de pies y manos valiéndose de un borbollón de retazos.

¡Fenomenal!

Así como la pereza no había tardado en disiparse, tampoco las dudas lo hicieron respecto a aquella situación, pues cuerpo y mente se establecen en férrea unión, y a una voluntad colosal corresponde gran claridad de inteligencia, o al menos aquí no hubo una de las tantas excepciones a la regla. Casualmente, Edberto realizó el hallazgo más importante de su vida, y por partida doble: se le había aparecido un ser extrahumano, capaz de acumular enormes cantidades de energía eléctrica, y, a su vez, lanzarla en forma de terribles rayos cuando le viniera en gana, sobre todo, cuando consistía en matar personas; había descubierto que la electricidad no le perjudicaba al recibirla directamente, antes bien, le prodigaba una apetecible y reconfortante sensación, como el artista inspirado o el comerciante visionario que se deja caer en un sillón con un vaso de buen whisky, y, entre sorbo y sorbo, las perspectivas de sus proyectos se hacen más claras y profundas, redituándole a posteriori, mayor fama o dinero. En cuanto a la abuela, estaba muerta. La pobre vieja yacía en la pieza contigua, encogida, chamuscada, desgranada y profusamente humeante, como algo que se dejó olvidado en el horno y recién se atina a abrir la puerta. Que cada cual tenga lo que se merezca… No se podía pedir mayor perfección.

¿Y ahora qué?

Dos ideas se sumaron, acudiendo solícitas desde su memoria. Lo visto en una vieja serie policial de televisión, y el radiograbador que su abuela le había regalado en un cumpleaños, para quitárselo después... Acaso, como el Señor, bendita fuera por tal acción. Fue hasta el dormitorio de la quemada difunta, tomó el radiograbador de la mesa de luz y un cassette virgen del cajón, además de una lámpara ajustada al respaldo de la cama, agradeciendo que en vida, la anciana fuera adicta a grabar los ruidos que los fantasmas producen por la noche.

Volvió a la carrera hasta el taller del sastre. Con pocos aprontes, logró ubicar al chupacorrientes de tal manera que la luz le diera en plena cara, y, apretando las teclas “record” y “play”, le tomó confesión después de reanimarlo a bofetadas.

¿Para qué escuchar la monótona voz del narrador, si la cinta, aunque bastante deteriorada, no deja mentir a otro que no sea el propio involucrado?

***

///—No#, no… P%or favor… Ya está #bien… &Hablaré…*** Esto empezó *** cuando conseg$uí e=mpleo= en la compañí+a de electricida$d*** Entré gracias a *** Mi tare%a consistía en t#omar el consum+o d+esde los medidore///s... *** Yo no tení=a idea de quién era, hasta& que +un des$cuido de+++venido en# accidente, me h$i=zo ver…+ **** Oh… *** Fue un cabl++++e pelado haciendo*** contacto con la c%aja metálica+… #*** Sentí un $fuerte sacudón, pero lueg=o, contrariamente a lo que a todo el mundo le sucedería, experimenté #un*** leve bienest$++ar*** Extrañado *** No $quise permanecer en la ***duda, así que volví a acariciar *** &el= cable p#elado un par de veces má=s, retribuyé%vndom=e con un placer mágico. Yo era dis***tinto a todos.  Ya desde niño#,+ sabía que +el destino me t$%enía resevado un plan especial. Mi nombre+$ no sería +borrado de la historia como en el c#aso de ***la ma=yoría de+ los +mo+rtales. %Pero l***a& vulgaridad de lo cotid***iano, que arrasa, =que destruye cualqu#ier prominencia intele$ctual, que achata la/// i+nteligencia +de los se***lectos hasta convertirla en la misma %m=iseria d+el res+to. El hacinamiento en una sociedad de objetivos triviales. #+La ene+rgía del& universo se bloquea$. La& sa#biduría de Dios no $***es abs+oluta. No= existe tal cosa. No hay armonía en el universo. = Lo elevado +cae al prec%ipicio para encontrase con el p***an de todos los días En fin, per+dí po#r compl=eto aquella firme co=nvicción. Que #por qué no me dedi+qué a tomar mi alimento y vivir tranquilame$nte s&in molest=ar a nadie. +Ust$ed no entie**=*nde nada de nada. Comprendería d***e inmedia+++to +si conociera cada una de# las crueles burlas a las que fui sometido cuando era niño. Cabeza/// de muela***, dientes de tornillo, patas de d#&=estorn+ill+ador, boca de pinza, cara de vampiro, todos se reían de mi, en tod$os*** lados, en la escuela, e$n% el barrio, # hasta en el t***rabajo, ya siend+o hombre, hablaban y se/// burlaban a mis es***paldas. Todo siempr=e fue a#sí. Odio a+l hombre. Odio a la raza humana. Si un deber te+ngo en la vida$, ade&más del poder ///que =me fue conf%erido, ha #de ser +++para ven*=+**garme y para hacer ju///sticia, para$ dejar el lugar a sere***s+ más evo=lucionados, +que #vendrán al planeta en cualquier mome%nto. +Per+o usted nada de e***sto $ente&#nderá jamás, a no ser que… Me pregunto…# aho***ra me pregunto si usted n#o será =uno de los nuestros. ++&

***

Edberto no pudo evitar el hallazgo de analogías con su propia vida, pues bastante sabía él de rechazos, burlas e incomprensiones, por eso, cuando el chupacorrientes, sacando el enchufe que guardaba bajo su lengua le rogó que lo acercara al tomacorriente más cercano para así poder comenzar a restablecerse, dudó por dos segundos si apiadarse o no de su capturado. Pasado ese tiempo, resolvió la incógnita con palabras que brotaron de lo más profundo de su alma:

—Alimaña barata con poderes eléctricos, tú has determinado tu innoble suerte, porque las decisiones criminales no siempre quedan exoneradas de la justicia de los hombres, donde pulula la iniquidad, donde jueces, abogados y políticos se dan la mano para absolver al verdadero culpable y condenar al inocente. Porque aquí estoy yo, observando las cosas desde arriba, como te estoy observando a ti. A más de un asesino miserable vi hacerse el agonizante para escapar de su merecido castigo, implorando por uno menor, pronto a volver al crimen en la primera oportunidad que dispusiera. Podrías haberme engañado, pero ahora mis ojos ven mucho más profundo que en el mero cascarón de lo que llamamos realidad. Tu alma es negra como todas las almas de los que hacen piruetas en el circo del poder. Has sido pérfido hasta en el último minuto de tu vida, queriéndome engañar… ¿O acaso crees que no me di cuenta que, mientras tratabas de envolverme con tu lastimero monólogo, te estirabas hacia la tijera a tu lado, para tomarla una vez que terminaras de desatarte con los filosos alicates de tus uñas, y hundírmela sin remilgos aunque yo por compasión te auxiliara?

Dicho esto, Edberto recogió con media brazada la tijera, y con otra media la hundió en el cráneo del chupacorrientes que, quebrándose como un huevo, dejó escapar bolitas de luz que rodaron por el piso, evaporándose al instante… Y se fue a dar aviso a la policía.

Bien dijimos que se trataba de una historia con un triste feliz final, porque si bien el chupacorrientes dejó de existir para el bien de la humanidad, o por lo menos de los consumidores de energía eléctrica, nadie creyó a Edberto su absurdo cuento, y fue acusado por el asesinato de su abuela y del pobre tomador de consumo. Sentenciado a treinta años de prisión, estará pasando un calvario mucho peor que el “cabeza de muela”, apelativo que será de los más delicados en recibir por parte de las gentuzas que allí moran. Pero así como el mismo Cristo, de haber vivido más, se hubiera dado cuenta del error que cometía al sacrificarse por una humanidad podrida y se habría aplicado en un proyecto de eliminación masiva, Edberto, apoyándose en sus electromagnéticos poderes, se escapará en cualquier momento de la cárcel, y, ahí sí, casi todos tendrán como mínimo, un triste final.


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