Arthur Rimbaud
Una habitación de techos bajos, apenas amueblada, con una ventana abierta al Sena de la memoria. Una silla de madera, una mesa desordenada, y una ventana abierta hacia un campo de amapolas negras.
Émile Duret: Señor Rimbaud, gracias por aceptarme. Me siento emocionado de estar frente al autor de Una temporada en el infierno, frente a quien escribió El barco ebrio con apenas diecisiete años. ¿Dónde comienza todo para usted?
Rimbaud: Todo comienza con la fuga. El cuerpo sigue en Charleville, pero el espíritu ya ha desertado. Fui un niño modelo, aplicado... hasta que vi lo que no debía: la farsa del mundo adulto. Entonces entendí que debía incendiarlo todo: la gramática, la moral, la poesía misma.
Duret: ¿Cómo se convirtió en un vidente?
Rimbaud: El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Así lo dije, y así viví. Quise que las palabras se convirtieran en visiones, que la poesía no hablara de la vida, sino que fuera otra forma de vivir.
Duret: ¿Y qué vio, desde ese lugar?
Rimbaud: Vi lo que ustedes aún no pueden ver. Las ciudades futuras. El oro que nace del estiércol. El cielo hecho pedazos por el relámpago del alma. Vi la inutilidad del alma burguesa y la podredumbre de la civilización. Y me cansé.
Duret: ¿Por qué dejó de escribir?
Rimbaud: Porque dije lo que tenía que decir. Porque la poesía, como un demonio, me habitó y luego me dejó vacío. Porque no era un oficio: era una enfermedad gloriosa. Cuando sané, quise caminar. África, el comercio, la fiebre. Ganar dinero. Perderme. Ser anónimo.
Duret: ¿Volvería a escribir?
Rimbaud:Para qué. He sido todos los poetas, todos los mártires y todos los desertores. He sido el Otro. No tengo nada más que añadir. La verdadera vida está ausente, pero yo supe robarle su rastro.
Duret: ¿Qué siente al saber que hoy se lo lee como a un mito?
Rimbaud: Los mitos son cadáveres frescos. Se repiten para no olvidar que algo ardió alguna vez. Si mis versos aún queman, que ardan. Pero no fui más que un chico furioso con el don del lenguaje y la sed de desaparecer.
Duret: ¿Y el amor, Arthur?
Rimbaud: Lo confundí con la guerra. Lo probé con Verlaine y nos destruimos. Luego, en las ciudades calcinadas, vi rostros que no necesitaban palabras. Y preferí el silencio.
Duret: Le agradezco su franqueza. ¿Le gustaría dejar una última frase?
Rimbaud: Yo es otro. Recuérdenlo siempre. Si quieren escribir, olvídense de ustedes mismos. Que hable el que aún no ha nacido.
La habitación ha quedado vacía. Por la ventana, una tormenta roja comienza a caer sobre los campos. Una hoja de papel vuela hacia el cielo, ilegible pero resplandeciente.
Volver al índice