Teledinámico

En una noche no tan fresca como ésta, aquí mismo estuvimos sentados una vez, hace un tiempo, hablando tonterías. Precisamente en este banco, rodeados, no lo olvido, por bellas flores. Esta plaza frente a la iglesia era ideal, porque nos quedaba de paso hacia el instituto, y también de paso, demorábamos la entrada. Entonces, todavía podía estudiar, pero lo que más me importaba, era tu risa.

Era feliz haciéndote reír. Coqueta, tus labios rosados a los que añadías brillo, se estiraban; los dientes tan blancos, con los incisivos superiores apenas hacia delante, igual me gustaban; y ahí, en el espasmo de algún chiste, sacabas la punta de la lengua, mientras tus párpados se cerraban con fuerza para que al final, volviendo a la normalidad, se abrieran mostrando esos destellantes ojos verdes de profunda mirada. Lo que más gracia te causaba, era cuando me ponía a imitar a los profesores, o hacer caras de gente que conocíamos, o a cantar en falsete estribillos de los Bee Gees. ¿Cómo iba a saber? Me empezabas diciendo “Marito”. ¿Cómo sospecharlo, si nos divertíamos tanto? Cuando ya te habías reído bastante, “Macaco”, porque viste en no sé dónde, unos graciosos simios que se me parecían. Sofía, yo quería ser tu novio. Si sólo querías macacadas, ¿por qué no te compraste un monito?

Entendías perfectamente lo que sin hablarte te decía. Me daba cuenta de que te asustabas, y era en vano que me pusiera a hablar de lo que me gustaban las películas de Tarantino. En esos momentos, siempre tenías algo que hacer, que no era otra cosa que abandonarme en mi jaula, y huir hacia otros entretenimientos. Claro, yo no podía ir a tu club de césped inglés alrededor de la piscina donde “haciendo sociedad”, tomaban sol las viejas lagartas de tu madre y tus tías. Seguramente, allí te reunías con amigas, y a lo mejor les contabas acerca de mis guarangadas. No podía ir de vacaciones al Este, y tenía que quedarme mudo si hablaban de La Paloma o de Piriápolis, lugares que sólo había visto por televisión. Tampoco tenía parientes en Argentina, así que estabas a salvo de que pudiera desentonar en el ambiente al que pertenecías. Ya lo creo, Sofía, ya lo creo… Para vos, sólo era un puñado de chistes pasajeros, de esos que provocan una carcajada, y después nadie recuerda.

Aquí en esta plaza, frente a la basílica que está recibiendo gente, estuvimos juntos aquel día ventoso, vos llena de risa, yo haciendo el tonto. Te encontré por casualidad, o porque era tanto lo que en vos pensaba, que para el destino no quedaba otro camino. Te sobraba el tiempo, siempre y cuando estuvieras del lado de la risa, y yo de la payasada. Cada tanto girabas la cabeza, y el viento me hacía caricias con tus largos cabellos. Para mí eso era rozar la gloria, y suponía que lo sabías. ¡Qué ingenuo! Creía que entre nosotros existía un vínculo secreto; que entre nosotros crecía el amor. ¡Qué idiota! Cuando pensé que había llegado el momento, tartamudeando y con el corazón a punto de estallar, te dije: “Sofía, quiero que seas mi novia”. Saliste corriendo como si yo fuera un degenerado. No con palabras, pero sí con breves susurros que un viento invisible traía a mi mente, contradictoriamente me contestabas: “Yo también te amo, pero es que…” Volvía a casa sin entender nada, y lo único que veía era tu rostro en cualquier lado. Nuevamente sentía el delicado pelo en mi mejilla, y me desgarraba sintiéndote huir y decir: “Te amo”, pero esta vez con burlona voz, como un falsete de los Bee Gees. Después me iba invadiendo un vacío terrible. Sentía la culpa de haber cometido un error… Muchas cosas mi mente no había podido retener; muchas imágenes se habían esfumado, y, entre ellas, tus pies. Aunque estuvieran dentro de tus zapatos, ¡había olvidado mirar tus pies!

Tañen las nueve campanadas de la hora veintiuna. Ya no sé nada del amor, ni de nuestro lazo eterno. Ya me olvidé de los chistes, ni puedo volver a imitar el tonto que fui. La humorada se convirtió en fantasmagoría, y el cómico de tu rostro alegre, es el carpintero que ha fabricado tu féretro.

Estoy sentado en este banco de madera y hierro, y si giro la cabeza hacia atrás para no verte llegar, abarco con la vista la plaza con su preciosa fuente que expulsa artísticos chorros de agua, cuyo borde frecuentábamos. Pero me toca estar solo. Vuelvo a girar, y frente a mí tengo la iglesia donde se celebrará un casamiento: El tuyo. Esperada por todos, subís con cuidado la escalinata, mientras te ayudan con la cola del vestido y te sacan fotos. ¡Parece chiste! Aunque más elaborado que los míos, porque éste pertenece al ingenio del Bufón que funda religiones, el que se hace levantar templos para burlarse mejor. ¡Bufón! Me hiciste creer en la bobada del vínculo sagrado, del hilo misterioso que nos une, del lazo espiritual que nos ata. ¡Bufón! Al menos a mí, me hacés representar el papel de ridículo en este sainete de tu absurdo teatro cósmico. Desde el cómodo anfiteatro celestial, sentado sobre algodonosas nubes que amortiguan el peso de tu sucio trasero, serás espectador supremo de esta burla mordaz. Quedarás ahíto en la santa gloria de tu sarcasmo. Aplaudiendo, bendecirás un matrimonio pactado de antemano por gente vil, hecha a tu imagen y semejanza. El final ya se sabía, quizás, desde antes que yo me pusiera a hacer el tonto para conquistar un corazón podrido.

¡Ay, Sofía! Ese gordito que te aguarda en la cueva del Bufón, ese gordito con el que te casás, sí que frecuenta tu club, pisa su césped inglés, y también se va de vacaciones al Este o al exterior, así como yo vengo a recrearme a la plaza. No gastará la suela de sus zapatos por acá, sino que te llevará a recorrer el mundo, para empezar, de luna de miel por Europa. ¡Ay, Sofía! ¿Qué te podía ofrecer este amargado? Este resentido sólo podía hacerte cosquillas y macacadas. ¿Qué lujos disfrutarías con este arlequín? Puros papelitos y trapos de colores, y una alegría que terminaría en cansancio rutinario remojado en caldo de pobreza. Sofía, has venido a disfrutar con plenitud de la vida. No estás hecha para la risa franca, ni para la reflexión, y mucho menos para la necesidad. Así que te perdono todo…, ¡menos haberte burlado de mí!

Estoy aquí sentado en este patético banco, asistiendo desde afuera a tu inmaculado connubio, en cuya tarifa estarán incluidas las lecturas de textos de amigos, el coro y el órgano. No para desearte felicidad y prosperidad, cosas que ya tenés, sino para que te mueras. …Si supieras que de chiquito me irritaba con facilidad, y que en mí afloraban sentimientos que cobraban forma, y que esta forma podía ser peligrosa si lo deseaba, no te hubieras burlado de mí con tanta facilidad. Si te lo hubiese confesado desde un principio, posiblemente hubieras huido en nuestro primer encuentro, y, Sofía, yo quería que fueras mi novia. Convidada de la vida, tu risa aplacaba cualquier intento de confesión. Ser sincero, hubiera estado fuera de lugar. Era mejor hacerte reír, que contarte sobre el lorito que me picó el dedo, y entre los alambres de su propia jaula quedó atorado; o el perro del vecino que siempre me ladraba y me gruñía cuando pasaba al lado, y que se ahorcó con su propio collar; o mi amiguito traidor, que se juntó con otros para hacerme sufrir, y que en un campamento, de esos adonde íbamos a veranear los pobres por un fin de semana, en el arroyo murió ahogado. Pero esas formas malas se hubieran invertido si hubieses aceptado ser mi novia.

Pronto empezarán a salir los trajes y vestidos con carne y huesos dentro. Cómo aplaudirá la gente elegante, ante la salida de los novios. Esos aplausos podrían haber sido para mí, pero ahora serán ajenos. Sonarán como coros de palmas huecas, sin gracia, pero con finos tintineos de alhajas y con brillo de relojes caros. Son nueve escalones desde donde estarás saludando, junto al bobo de plata que remedará tu risa, para estar a la misma altura. Sabrá cómo hacer dinero, pero nunca sabrá reír como reíamos nosotros. Ni él, ni el centenar de caretas de goma que los rodearán. Son nueve pasos, que deberás descender levantando el vestido para no pisarlo. Son nueve mármoles fríos desde el atrio hasta el suelo, por donde irá rebotando tu cabeza. Ese rostro feliz, será transfigurado por el espanto, y todo el propileo sosteniendo falsos como vos, se vendrá abajo. Algunas caras empolvadas y coloreadas, demudadas dirán: “qué pasó”, “¿qué pasó?”, “¡qué pasó!”; y otras retorcidas bocas pintarrajeadas dirán: “¿está bien?”, “¿¿está bien??”, “¡¿está bien?!”. Pero no vas a estar bien, porque tu nuca, como la del lorito, se habrá quebrado y en pocos segundos estarás muerta…

Tañe la campana de las veintiuna y treinta, quizás, coincidiendo con tu austero: “Sí, acepto.” …Así que me concentro en el recuerdo de tu mirada, que devolverá atenciones al público embelesado. Van desapareciendo las cosas que me rodean. Pese a la artificial algarabía de los parientes y al ruido del tránsito, comienza a hacerse el silencio. Lo que pienso se cumple. Cada elemento se disuelve en indiferenciada nebulosa. Tengo un extremo del hilo brillante atado en el centro de mi ser, y el otro extremo te busca. Por unos instantes, puedo engañar al tiempo. Cual serpiente el hilo te encuentra, se enrosca en tu espinazo, se tensa, y vibra con un sonido que tiene el timbre de mi alma atormentada. Está roja, está henchida de ira, de venganza, de maldiciones. Es como un líquido agrio, cuya espuma sube hasta mi cabeza. Es como si tuviera un émbolo accionado por potente y diminuto resorte, que no admite más presión. Este asqueroso pus que he venido juntando tiene que estallar, y el único escape conduce por el hilo con el que te tengo atada. Sólo falta que me mires. Sólo basta que por menos de un segundo, tus ojos se encuentren con los míos.

Las piezas se mueven, y es tal como lo había imaginado… Bajás el noveno escalón con la certeza de que tu vida está acomodada. El chófer del coche flamante, blanquísimo como tu vestido, abre la puerta para los recién casados. Con ruido de latas atadas al paragolpes trasero, los conducirá hacia la gran fiesta. Pero no habrá ninguna fiesta. Tenía la fantasía de que un día yo estaría dentro de ese vehículo, y mis amigos le pondrían las latas bulliciosas. Pero ya no tengo amigos. En el octavo escalón se intensifican los aplausos, que hasta parecen reales. Corto las palmas, y esas manos suenan como trapos. Los fotógrafos alternan mejores ángulos y flashes, y tu mirada allá en lo alto se desliza aturdida por las luces. Tengo que redoblar esfuerzos para atraerte, para que tu atención descienda hasta cruzar la calle, suba por la vereda, y equívocamente me roce el hombro. Antes no necesitaba tanto poder para llamarte, pero ahora, con el zopenco de tu marido que es saludado por un íntimo amigo, te distraés y eso me cuesta. Quiero tus ojos en los míos. Aquí guardado está el merecido fluido del fin de tus días, listo para ser inyectado. Tu madre se seca las lágrimas, le das una caricia, se consuela, y sigue el teatro. Señora, usted que casi ha sido mi segunda madre, cambiará esas gotas de emoción por lúgubre llanto. Y no puedo perder más tiempo. Del séptimo al quinto escalón, resuenan mis llamados en tu alma, saltando en un instante la distancia. Aquí estoy, Sofía… Apenas un poco a tu derecha. Sí, mi amada… Así. ¡Este es el momento! Al fin tus ojos se cruzan con los míos, mas no puedo asegurar que reconozcas al tipo que se parece a mí en tu frágil memoria. Sí, Sofía… Soy yo. Soy el payaso triste que abandonaste en la plaza, frente a la iglesia, y que aún continúa esperándote… para vengarse.

Entonces, el pie que jamás veré desnudo, se apoya mal, se desliza peor, y se tuerce entre el cuarto y el tercer escalón, pisando el bajo del vestido que te atrapa y empuja hacia delante, para que llegues de nariz al sitio donde el chófer se apresura a detener tu caída. El insignificante chófer, que ha sido mucho más ágil que el pánfilo de tu adinerado gordito, se convierte en héroe. Y mis poderes teledinámicos han llegado al límite. No puedo ir más allá de donde el Bufón que teje mi destino me lo permite. ¡Ya no tengo fuerzas!

Aún así, nadie podrá impedir que alce el cuello de mi campera, que hunda la gorra casi hasta cubrirme los ojos, que mis garras se hundan en la tierra floja que alimenta las flores del cantero, y que vaya corriendo hacia vos con el ferviente impulso de los locos sueltos. En pocas zancadas aparece en escena un fugaz fantasma del pasado en tu accidentado casamiento, y te arroja a la cara y al vestido tierra de cantero.

Así que ahora, en el palacio placentero del anonimato, me río bien fuerte de todos mis sueños estropeados, y en especial del que te ponía en el más elevado pedestal, Sofía. Amor mío, yo seré un espectro, pero en la noche infame de tu boda, en medio del boato, habrás bailado sucia y renga, con una lágrima de verdad y un desagradable recuerdo.


Si es de su agrado, descárgueme, léame, compártame; o guarde silencio, o vitupéreme u olvídeme. Literatura sub-under gratuita y universal de bajo impacto. Enviar comentarios a ajbozinsky@hotmail.com.
Licencia Creative Commons